Por Nicolás Cabrera Aranda
Llegamos al mundo con una única certeza: eventualmente morimos. Esa marca de nacimiento que hace de la vida un viaje tan jodido y atemorizante es a la vez la que le pone condimento, porque cada día nos despertamos sin saber si será uno más o el último.
A pesar de esto, la mayoría de nosotros atravesamos nuestra existencia con poco interesante que contar, y mucho espacio en las redes para exagerar. Muy pocas personas en la historia que conocemos de la humanidad logran dejar una marca de valor, y entre estas, los artistas son una fracción aún más pequeña.
Eddie Van Halen marcó la vida de muchísimos músicos, y esto no es un cliché aburrido, porque una cantidad innumerable de guitarristas agarraron un instrumento por primera vez inspirados por lo que salía de los dedos de este holandés.
Hay que decir las cosas como son, sobre todo en estas épocas de homenajes baratos en las redes, de despedidas a artistas que antes de su muerte no generaban ni medio sentimiento, y autorreferencias disfrazadas en recuerdos inventados: Eddie fue un increíble guitarrista, pero no un genial compositor.
Si pensamos en el mejor disco de Van Halen, creo que unánimemente hay consenso con el debut de 1978. Lo que siguieron fueron trabajos desbalanceados, con momentos sublimes, otras canciones entretenidas y muchas intrascendentes. Esto no es para caerle a Eddie, desde ya. Seguramente su mayor problema haya sido no tener un compinche que le permitiera formar una sociedad compositiva efectiva, a la altura de su destreza con las seis cuerdas.
Los vocalistas con los que Van Halen trabajó fueron David Lee Roth, tal vez el frontman más explosivo en la historia del Hard Rock, pero nada destacado desde la composición, y Sammy Hagar, un buen cantante, con habilidad para estribillos gancheros, pero de inspiración esquiva. Ni vale la pena mencionar a Gary Cherone, un tipo que nunca debió salir de su mundo perfecto en Extreme.
Pero la mayor virtud de Van Halen salió de sus dedos y su muñeca, porque en cualquier canción mediocre de su banda, que no son pocas, el momento del riff o el solo eleva cualquier medianía hacía lugares que pocos instrumentistas consiguen. Ya que mencioné a Gary, el propio cantante nos confirmaba eso en la Jeds #44, y con referencia al justamente vapuleado “Van Halen III” (1998): “Alguno de los solos de ese disco son de lo mejor que Eddie haya grabado jamás”.
Hablando de su habilidad, muchos violeros se auto-declararon inventores del tapping, incluso se puede leer a consagrados bastante desubicados usar esta fecha triste para hacerlo. Pero la única realidad es que el mundo lo escuchó por primera vez en 1978, y saliendo de los dedos de Eddie. Pero ni siquiera eso importa, porque si Van Halen se hubiese retirado como el inventor de una técnica, hoy pocos estarían lamentando su partida. Lo que todos estos homenajes desconocedores omiten es que Van Halen patentó un sonido, el tapping fue solo una manera de proyectarlo, pero el tono de aquella Frankenstrat fue algo que nunca se había escuchado antes. Y, además, por más que haya excepciones personales, ningún otro guitarrista lograría impactar al mundo de la misma manera.
Como preguntó Steve Vai en sus redes, en uno de los pocos obituarios sin referencias personales que pudieron verse hoy, “Tomémonos un minuto para pensar cómo sería el mundo si él nunca hubiese aparecido. Es impensable”. Tanto como eso significó Eddie Van Halen en el mundo de la música en general, y de la guitarra moderna en particular.
Por eso los invito, entre tanto post de fotos de CDs y llanto impostado, pongan cualquier disco de Van Halen, dejen de hacer lo que sea que están haciendo, y presten toda la atención a la magia de Eddie. Ese es su regalo y está ahí para que sigamos disfrutándolo.
JEDBANGERS 127