(nota extraída de la Jedbangers #40, editada en 2010)
El pasado 16 de mayo fue un día muy triste para quienes sentimos que este querido estilo de música es algo más que “aquello que nos acompaña en el viaje al laburo”. Aquel domingo, una maldita enfermedad se llevó la vida de Ronnie James Dio, acaso el mejor y más talentoso vocalista que tuvo el Heavy Metal en su historia.
Apenas pasados segundos de confirmada la noticia, las voces de diferentes músicos y compañeros de escena inundaron la pantalla de miles de monitores. Todos estos intérpretes resaltaban la influencia de Dio en cada paso artístico que el mágico enano había dado durante su carrera: estaban quienes preferían los discos de Rainbow, aquellos que rescataban el vuelo artístico que tomó Black Sabbath con su ingreso y también quienes amaban la carrera solista de Ronnie. De hecho, tengan en cuenta un dato: en apenas una década (1975-1985) este monstruo grabó ocho discos, todos ellos memorables… Insuperable.
Más allá de los gustos musicales, todos estos artistas coincidían en una cuestión: el 16 de mayo había fallecido un gran tipo. Y es en este punto en donde me gustaría centrarme. Quizás Dio sea el primer gran emblema del Heavy Metal que pierde su batalla con la muerte y su ausencia no es algo menor. Quienes tuvimos la chance de poder disfrutarlo sobre el escenario, podíamos palpar la calidad humana que poseía. Por eso, aquel domingo no falleció el cantante de Heaven & Hell… falleció un amigo. Un amigo al que me habré acercado hace más de 10 años, cuando terminaba la secundaria. Casi inevitablemente, mi primer contacto fue aquella gema que grabó en Black Sabbath. Fue imposible resistirme a tanta magia. Enseguida empecé a bucear en su historial. La puta madre Ronnie, no podía ser verdad. Cada paso que daba sólo iba en pos de aumentar mi amor hacia vos. Cualquiera que me conozca medianamente, sabe que siempre dije que un gran porcentaje de las mejores canciones que escuché en mi vida, fueron entonadas por vos.
Casi como una jugada del destino, la semana previa a este desgraciado acontecimiento, rememoraba junto a varios amigos (algunos de los chicos de la Jedbangers incluso) lo que había sido la última visita del enano, hace prácticamente un año. Aquel 7 de mayo presencié uno de los mejores recitales a los que haya concurrido en mi vida. Recuerdo el show y cientos de imágenes se me dispararon a la mente: el inicio monolítico de “The Mob Rules”, el encanto de “Children of the Sea”, el estribillo de “Time Machine”, la monumental versión de “Falling Off the Edge of the World” –una sensación de “no puede ser cierto” recorrió aquellos minutos-, las lágrimas en “Die Young”…, lágrimas que se volvieron a repetir en la temprana tarde del maldito domingo 16 de mayo.
Justo en este preciso instante una frase es reproducida por mi equipo de música: “es demasiado tarde para lágrimas”. ¿Y saben qué, queridos lectores? Es así nomás. Debemos recordar a este genio (¿alguien duda que lo fue?) con una sonrisa, con la alegría de haber podido deleitarnos con la presencia de alguien que hizo de su trayectoria artística una leyenda, de una persona que por más de cuarenta años hizo lo que salía de su corazón… Alguien que logra ese cometido no muere sino que, por el contrario, permanecerá por siempre no solo en la decena de glorias que grabó, sino también en el corazón de aquellos seguidores que caímos encantados bajo su hechizo.
Vaya uno a saber donde estarás ahora, amigo. Simplemente deseo que hayas logrado aquel lejano sueño de atrapar el arco iris. Se te extraña Ronnie.
Por Maxi Marín